Archivo mensual: May 2008

Música Popular Chilena: Los Tres

Sin duda es la banda más influyente e importante de los noventa en Chile. La mayoría de sus integrantes son de provincia y de temprana asimilación con la música. Alvaro Henríquez Petinelli guitarrista y compositor, músico vinculado a la integración folclórica y contemporánea del la urbe popular chilena. Este insigne músico arriba a Santiago a muy temprana edad con la clara intención de tener una agrupación rockera, junto a sus inseparables amigos Roberto “Titae” Lindl (bajo) y Pancho Molina (batería), que en sus inicios de adolescencia penquista ya habían formado una banda llamada los Dick Stone. En esa temprana incursión tocaron en colegios de niñas, peñas y bares para luego arribar a la capital llamándose los Tres.
El primero en llegar a Santiago fue Cuti Aste, otro músico de Concepción, quien ya en la capital arrienda un departamento que comparte con Boris Quercia, entre otros actores y donde Henríquez se dejaría; al corto tiempo se sumaría Titae. En este lapso Alvaro Henríquez participaría conjuntamente con proyectos y grabaciones paralelas a Los Tres. Con el jazz huachaca del poeta popular Roberto Parra y Cuti Aste dan forma a la Regia Orquesta para la obra de teatro la Negra Ester; posteriormente sería la música para la película El Desquite y Estadio Nacional. Los tres por aquella época, en los últimos albores de la dictadura, realizaron su primera tocata en el mítico Centro Cultural Mapocho (1987), interpretando temas de Chuck Berry y Elvis Presley, confundiendo un poco al público con este sonido rockabilly. Los Tres se sintieron un tanto descolocados y quedaron un poco al margen de la decadente escena musical que por ese entonces venía siendo catapultada por bandas como Upa, Aparato Raro, Viena, Emociones Cladestinas y el panfleto rabioso representado por Los Prisoneros, y la inminente hecatombe de los mismos y con ellos toda la voz de los ochentas.
Los nexos con Javiera Parra por parte de Henríquez, fue el puente para conocer a Ángel Parra que rápidamente se integró como primera guitarra, a pesar de ser cuatro ahora optaron conservar el nombre. Los primeros singles que conformarían el disco primigenio fueron grabados en el estudio de Carlos Cabezas, pero el único sello que los acoge fue Alerce, con quienes graban su álbum homónimo “Los Tres” (1991). Tras dejar la alegría post-plesbicito, la banda continúa con proyectos en paralelo. Henríquez se va de gira con la Negra Ester, mientras sus compañeros experimentan en el jazz formando “Ángel Parra Trío”. La incursión de Los Tres en los noventas evidenciaba una sinuosa popularidad, tinglado al entorno periodístico del momento que lucubraba su sinfonía a través de la llamada generación X. Dicha generación no fué más que el reducto servil de algunos Fuguet y Cía. que, teniendo como tribuna los suplementos del diario el Mercurio, Zona de Contacto y Wiken, citaron a una generación dañada que venía elevando sus incisivos dientes en el renacer cultural; tal hecho no era cierto, no fue la España post Franco, pero francamente sí una libertad vigilada, sujeto a los llamados gobiernos de transición. En alguna ocasión Frank Zappa afirmó que la música popular es el mero reflejo del estado mental de las sociedades que las crea. Los Tres en este trance de experiencias personales e integridad musical consolidan años más tarde el que sería su segundo álbum, “Se Remata el Siglo” (1993), grabado para el sello Sony Music y siendo reconocidos por el público internacional. A diferencia de sus pares, Los Tres conservaron algo auténtico y único tanto en su sonido como en sus letras, tan certeramente criollos como “El Aval” o el pisco salado que no deja pensar en “Gato por Liebre”. El alto contenido de sensibilidad auditiva que Los Tres instalan en su música, son un cruce de influencias y el rescate emocional que emana de su habilidad interpretativa.
Uno de los primeros homenajes abiertos que el grupo hizo al cantautor popular Roberto Parra, y como alguna vez dijera Alvaro Henríquez; ‘‘una mezcla de Violeta y Nicanor, un verdadero poeta de la calle’’, fue una tocata inédita para inauguración de la sociedad de los músicos vivos, evento registrado en cinta y a la espera que alguna vez se edite. La banda cohabitó en este escenario con la existencia de una corriente autodenominada alternativa y que un su versión chilensis tuvo agrupaciones como Solar, Luna in Caelo, Pánico , Santos Dumont, etc. La vanguardia criolla rasguñó los sonidos del Grunge Norteamericano, el noise de Sonic Youth y La neosicodelia de Manchester, por parte de Jesús and Mary Chains, pero las prácticas de experimentación en las artes de los noventas parecen ser carcomidas por el apagón cultural de esa época, una plataforma paupérrima donde algunos sobreviven en el seudo crecimiento económico amparado por los poderes fácticos y un mercado que merma con absoluta arrogancia los dominios de interés público, y que, como en el pasado encubierto por la propaganda, se llenan los bolsillos y la boca con este bolso de mimbre entretejido que es la globalización cultural. En este poco auspicioso páramo, Los Tres levantan la bandera de su tercer álbum La Espada & La Pared (1995). En este álbum hay dos homenajes patentes: uno es a la banda Velvet Underground con una muy buena versión del tema “All Tomorrows Parties” y a Budy Richard con “Tu Cariño Se Me Va”, con que claramente ganaron un gran sitial entre el público que habitualmente no los escuchaba, disco muy introvertido y poético de gran peso visual, plasmado en el video “Déjate Caer”, carta de presentación para el medio latino MTV, pronto les propondrían hacer un desenchufado, que en septiembre de 1995 registran como “Los Tres Unplugged”. El concierto está dedicado al poeta pop Don Roberto Parra, muerto poco antes de grabarlo. Una propuesta diferente a lo habitual en los MTV latino, mostrando en el escenario a un Alvaro Henríquez de irónica estética militar y una banda de gran inspiración popular y acústico detalle, incluyendo cuecas e improvisaciones de jazz que perfectamente recuerdan las jam sesión de Coltrane o Davis.
La Fiestas Patrias de 1996 fueron celebradas por Los Tres en su “Yein Fonda”, quinto álbum discográfico, otra obra conceptual a favor del folclore chileno; particular fonda salpicada de foxtrot, cuecas de puerto y cumbias, oficiada por la emblemática chicha y la jugosa empanada que perfumó la Plaza Nuñoa, con invitados carismáticos como Rabanito, Los Jaivas , Ángel Parra padre y Pepe Fuentes, fundador de grupo “Los Pulentos de la Cueca”, gran aporte al sabroso recorrido de los solos de guitarra y acordeón que vistieron de picardía aquella memorable fiesta criolla. Los Tres ya habían forjado una senda que inundó el aire de la una nueva relectura pop, y que más tarde resaltarían, grabando ”Peineta”(1998), que en su calidad de inédito, la banda rescató las composiciones y presentaciones con Roberto y Lalo Parra. En 1997 graban “Fome”, álbum que se aleja del resguardo folclórico para refugiarse en su sonido más primario, con un gran presupuesto el disco es promocionado y registrado en varios formatos entre los que cuentan la edición limitada en vinilo, disco maduro y con letras un tanto depresivas como “Me Arrende” o la del suicida de semana santa en “Olor a Gas”. Encandilados en este barco frágil que son la relaciones humanas, los integrantes evidenciaron una suerte de fricción, un resquemor que se empieza a notar en el próximo álbum, “La Sangre en el Cuerpo”(1999). Ultimo álbum del cuarteto, antes del cambio de milenio con singles como “No Me Falles” y “La Respuesta”. El inminente quiebre se había hecho presente y la banda decide separarse. La noticia remeció el ámbito cultural y el silencio de Los Tres era un hecho, pero sin antes despedirse con una serie de actuaciones que incluyeron el Estadio Nacional, La Batuta y la ciudad que los vio nacer, Concepción.
Los proyectos individuales se concretaron. Parra y Titae siguieron con “Ángel Parra Trío” mientras que Molina formaría mas tarde Los Titulares y quien editará actualmente su segundo disco, Bipolar. Por otro lado Alvaro Henríquez el mismo año de la disolución de Los Tres, invita a Camilo Salinas para formar la agrupación Los Petinellis, emulando la gráfica de los años sesenta, representativa por su carácter social e inserto en la parafernalia que codeó la Unidad Popular y la nueva canción chilena, graban su disco homónimo Petinellis (2002). Luego la banda sonora para la película Chilena “Sexo con Amor”, pero las fisuras pasan a ser la permanencia del grupo y se disuelven, y Henríquez continua su camino de exploración como solista.
El 2006 se anuncia la vuelta de Los Tres con un concierto en la Arena Santiago, para el lanzamiento su nuevo disco “Hágalo Ud. Mismo”. Sin la presencia de Pancho Molina graban la reinvención de Los Tres, la inherente raíz folclórica se apodera de algunos parajes del disco, un gran refresco ante la gravitante era electrónica que a mediados de los 90’s coparon de Dj’s los escenarios naturales de plazas y parques, patrocinados por el delirio del éxtasis y su hedonismo light, inserto en la cultura pop de esa minimalista aldea. Ritual que no sustenta nada nuevo más que mover el esqueleto al ritmo sampleado del trance y el ambient, sobre camiones con poderosas máquinas parlantes, pero con la salvedad que esa onda expansiva se generó hace más de 50 años en la Jamaica de las Sound Systems. Por suerte existe un antídoto para esta y otras pomadas varias. Los Tres reaparecen con esta nueva cofradía del rock, para sanar el ámbito con “Agua Bendita”, la tortuosa cueca representada en una historia de iguales consecuencias, los atisbos al sonido de St. Pepper’s en el track “No es Cierto” o el toque melancólico y acertado de “Cerrar y Abrir”. Sin la menor duda, Los Tres es una las bandas más significativas de los últimos tiempos en esta escena tan chata de malos augurios y poca versatilidad creativa, para el favor de la cultura rockera y criolla, existe la integración y el gran estímulo que Los Tres le dan a esta, la música popular chilena.

Por Porfilio Lezana


El Paraíso Perdido de Jorge Teillier

A fines de la década del sesenta el rostro de la poesía en Chile estaba de recambio. El Parnaso chileno estaba poblado por los grandes: desde Isla Negra, Neruda dominaba el ambiente y extendía su influencia, dentro de poco recibiría el Premio Nobel de Literatura y se convertiría en el poeta de los oprimidos y los sin voz en los duros años que estaban por venir. Nicanor Parra, el poeta más lúcido que ha habitado en estos parajes estaba pronto a recibir el reconocimiento del Premio Nacional por su transformación antipoética. Pablo de Rokha se disparaba un tiro en la cabeza ese mismo año, terminando así una larga querella con sus compañeros poetas y con la vida. En este escenario comienzan a brillar con luces propias dos nuevas figuras, Jorge Teillier y Enrique Lihn. Desde ya encaminados a transformarse en mitos. Ambos heridos por los tiempos que se avecinan, compartirán el mismo destino y el desprecio a pesar de ser autores de culto para las nuevas generaciones. Teillier sobreviviría largos años a esta revolución y su recuerdo aún perdura, más bien, pervive entre nosotros.

En ocasiones paso por la Unión Chica, el bar de la calle Nueva York, en pleno centro de Santiago. Teillier decía que cada ciudad tenia su geografía oculta, desconocida para el común de sus habitantes y que sólo podía ser apreciada por algunos pocos espíritus predispuestos a ese encuentro. La Unión Chica era de esos lugares en la década del 70, un sitio tranquilo y con un aire de novela de Dickens, que el poeta convirtió en uno de sus bares metafísicos, un refugio tranquilo y acogedor, donde el tiempo parece transcurrir lentamente y con esa atmósfera de otra época que lo convierte en un lugar especial y acogedor, uno de esos bares que tocados por la poesía se convierten de inmediato en parte del folclor urbano, en míticos.
Sentado en ese lugar, tomando una cerveza y con un cigarro en la mano, observé una vez más el retrato del poeta, la sencilla fotografía que cuelga en un rincón a la entrada del bar. Me gusta mirar esa fotografía, me gusta pensar que el actual dueño del bar, y los conocidos del poeta, tuvieron el buen gusto de entender de qué se trataba todo.
Ahí radica el encanto de la antigua Unión Chica, la sobriedad de esa sencilla fotografía en un lugar apartado, lejos de los cuadros de perros jugando pool y partidas de naipes que constituyen el decorado del lugar, se convierte en el homenaje más sentimental a su parroquiano más famoso. Es inevitable pensar en Teillier cuando se esta ahí.
Supongo que el bar se mantiene tal como era que en los años 70, existe una fotografía del poeta celebrando un cumpleaños, y ahí están las mismas mesas, la misma barra, los mismos viejos, los menús escritos con tiza mojada en las ventanas, y las caprichosas figuras en el enrejado.
En este ambiente, a pasos de la Moneda, comienzo a imaginar los días previos a las elecciones de septiembre de 1970, que llevarían al candidato Salvador Allende a media cuadra de donde estoy sentado, y que protagonizaría los mil días mas agitados de nuestro siglo.
Teillier había abandonado el pueblo de Lautaro, y había desembarcado en Santiago varios años atrás trayendo la neblina y el sonido de los trenes nocturnos en su maleta para convertirse en profesor de Historia de la Universidad de Chile. Por esa época publicaba regularmente unas crónicas en la revista “Plan”, bajo el nombre de “El agua bajo los puentes”, título bastante premonitorio, ya todos sabemos cuánta agua y sangre corrió bajo esos mismos puentes unos años más tarde, pero queda este testimonio de días más inocentes.
Estas crónicas urbanas no disimulaban las simpatías del poeta por el proceso que se estaba viviendo, incluso declaraba no suicidarse hasta pasado el 4 de septiembre, día de la elección. Hijo de un viejo comunista, creía firmemente en el triunfo, en la revolución democrática que estaba a las puertas, contagiándose como todo el mundo, dejándose llevar por la euforia de esos días y con el pensamiento puesto especialmente sobre su viejo padre, un antiguo dirigente que había estado en la trinchera social desde los primeros años. Su poema “Retrato de mi Padre, militante comunista” destila toda la admiración y el sentimiento por el padre.
Pero las crónicas aparecidas en los diferentes diarios no sólo retrataban la agitación política, Teillier nos sumerge en la vida cotidiana del Santiago pre UP, nos describe una mañana cualquiera al interior de la Biblioteca Nacional, o un domingo en la Quinta Normal o el Cerro San Cristóbal, denuncia (35 años atrás) el efecto idiotízante de la televisión, que por esos años estaba en pañales. Se queja amargamente de la pérdida del rito de la conversación, relegada a un segundo plano por la televisión y el fútbol. Medita sobre el alcoholismo social, y sobre su propia afición a la bebida, mientras pasea por el corazón de la ciudad camino al bar más cercano.
El poeta ya había publicado seis libros, entre ellos el maravilloso debut en las letras con “Para Ángeles y Gorriones” en 1956, y las “Crónicas del Forastero” en 1968, y era uno de los más prestigioso poetas afines a la candidatura de Salvador Allende.
Alimentado por la cultura popular, formado en las conversaciones de bar y en los salones de la Universidad, con poetas desdentados y jóvenes aspirantes a escritores, Teillier se mueve desde lo popular hasta las más refinada poesía.
El poeta nos pasea por la literatura provisto de una lámpara y nos indica un camino. Asombra con su profundo conocimiento de la literatura y la poesía de todos los tiempos, parece conocer a cada autor, por sus textos desfilan desde Allen Ginsberg, al que entrevista una mañana en un hotel de Santiago, hasta Francois Villon, en un París nocturno plagado de lobos. Desde Nicanor Parra, en un restauran de Ñuñoa hasta Truman Capote en las praderas de Kansas.
El prólogo a una traducción de Sergei Esenin, “el último poeta de la aldea” conmueve como sólo Teillier sabía lograrlo, la narración de los últimos días de este joven poeta ruso y el escenario de invierno donde este se desarrolla son de una desolación brutal.
En el conocido relato del funeral de Baudelaire, el poeta logra transmitir en ese breve texto toda la admiración por el héroe trágico y enfermo, el albatros humillado por última vez y que no adivina toda la gloria por venir.
Lo mismo ocurre con el relato del conocido episodio en Bélgica, entre el adolescente Arthur Rimbaud y el dionisiaco Paúl Verlaine, el célebre altercado es narrado con la fascinación del que lo descubre por primera vez.
Sus textos son una verdadera guía para los amantes de la literatura. Es ese mundo de la cultura y la calle, la mezcla entre poesía y pulso urbano lo que se convierte en un testimonio de la intensa vida cultural de nuestro país en esos instantes, algo que podríamos considerar el reverso del aclamado documental la “Batalla de Chile”, con el cual se complementan el documento audiovisual y el universo poético.
El poeta siente un particular interés por nuestros escritores, especialmente por los locos anarquistas del primer tercio de siglo, Teillier redescubre a los que llamó los poetas olvidados, en un ejercicio de la memoria nos vuelve a narrar las vidas de los Verlaine, Baudelaire y Rimbaud chilenos, reencarnados en el mítico cadáver Valdivia, en el trágico Joaquín Cifuentes, el adolescente Romeo Murga, el excesivo Alberto Rojas Jiménez y varios más, que desfilan en sus escritos mostrándonos sus miserables vidas, en donde la poesía se muestra ferozmente honesta y humana, y al mismo tiempo redentora. La admiración de Teillier es la de un amante nuestras raíces que rescata con su arte a estos poetas inmortales de la literatura chilena, dotándolos de trascendencia, y convirtiéndolos de paso en referente obligado para los nuevas generaciones de poetas.
Las respuestas al universo de Teillier hay que buscarlas en el propio poeta, en su poesía y especialmente en su labor de cronista, en la claridad que volcaba como crítico literario, en sus lecturas, tan diversas pero unidas por un fino hilo conductor.
Teillier no desprecia ningún género, se refiere con respeto a los antiguos folletinistas, esos escritores considerados de cuarta categoría y que sin embargo todos hemos leído, deleitándonos con esas historias amenas y bien narradas. Los libros de viajeros del siglo XVII son su deleite, con ese instinto que le otorga su calidad de profesor de Historia, sabe perfectamente cuales son los textos dignos de la memoria, los verdaderamente útiles para el imaginario chileno, los imperdibles de nuestras letras.
En un país que desconoce su historia, casi despreciada y escasamente entendida, la poesía de Teillier se nutre de ella y nos enseña a ver lo que tenemos frente a nosotros, pero jamás prestamos atención.
Por otra parte, el pensamiento de Jorge Teillier se opone, incluso repudia, al mundo racional, mecanizado, carente del verdadero sentido que parece ser la aspiración de la mayoría de las gentes que sólo persiguen pequeñas metas, el confort, la comodidad, un televisor y un auto son expulsados del imaginario del poeta.
Jorge Teillier vuelca sus sentidos y nos entrega un mundo donde la búsqueda de la felicidad, realizado en la vuelta a la infancia, la edad dorada por la que todos pasamos, y que de alguna forma queremos recuperar, se convierten para el poeta en una suerte de sello personal, único e inconfundible. La clave de su escritura está provista de estos elementos y de un profundo sentido de arraigo, un ancestral sentimiento de pertenencia lo distancia de su generación. El creador e ideólogo de esta generación fue Enrique Lafourcade, y es también el mejor ejemplo de la pequeña burguesía citadina, deseosa de abandonar el país y encontrar éxito y el anhelado aire cosmopolita que quisieran exudar en sus libros. La generación del 50 se caracterizó por esta meta, y es irónico pensar que el más recordado poeta entre estos escritores fuera también el único que se alejó de su preceptos y cuya poesía sigue tan viva y acrecentándose frente a las nuevas generaciones.
Teillier manifiesta en cada uno de sus textos, con una carga imaginativa poderosa y vital, el deseo del retorno a la infancia, como una forma de ordenar el mundo que le ha tocado vivir. No es extraño encontrar entre sus textos los ingredientes tan particulares, esos guiños a lo popular, a lo que podríamos denominar “lo chileno”.
El poeta además tiene una profunda claridad sobre su oficio y la dignidad que este conlleva. Jorge Teillier comprende y lucha por su arte, y se manifiesta a favor de sus colegas, sumidos por lo general en interminables querellas literarias, peleas banales que no conducen a nada y en donde muchos caen desangrados, vencidos.
Azota en el piso a los chupasangres de siempre, detesta las antologías, que el denomina “antolojías” por lo caprichoso de las selecciones, creadas por el hambre de los sin talento, esos bichos que se arrastran entre los verdaderos poetas para vivir su minuto de gloria a costa del genio que les ha sido negado.
En cada una de sus acciones el poeta parece escoger la trinchera correcta, siempre se mantuvo al lado de los sencillos, de los humildes. Como todos los grandes, se marginó de los odiosos cenáculos literarios, de esos escritores “fatuos como un cisne de fieltro”.
Durante la dictadura se refugió en un pueblito cercano a Santiago, una propiedad llamada el “Molino del Ingenio”, que combinaba con visitas cada vez mas cortas a la capital, donde se refugiaba junto a los amigos que quedaban en esta mítica Unión Chica, donde lo recuerdo hoy.
La muerte visitó al poeta en “El Molino del Ingenio” en 1996.

Por Marcelo Escobar


Coloane

Se dice que un buen relato es el que deja un par de imágenes grabadas a fuego en la mente del lector. El cuento “Cinco marineros y un ataúd verde” del escritor Francisco Coloane proporciona una de las imágenes mas poderosas que un narrador chileno ha podido plasmar en un cuento. La insólita visión de cinco marineros transportando un ataúd de color verde, para llevarlo a un cementerio en una de las ciudades mas australes del mundo, sin transeúntes y en medio de un paisaje tan desolado y frío que aplaca el alma.
Es sin duda una imagen que no deja de sorprender y que son descritas como inolvidables por el lector dotado de una razonable imaginación.
Francisco Coloane nació en el pueblito de Quemchi, en la isla de Chiloe en 1910.
Antes de convertirse en el escritor dotado de una imaginación tan excepcional, que lo llevo incluso al premio Nacional de Literatura, Coloane se dedico a los mas variados oficios en los paisajes australes que llegó a conocer como pocos.
Fue pastor en una de las grandes haciendas de Tierra del Fuego, buscó petróleo en las frías aguas del estrecho de Magallanes, vivió y hasta se convirtió en un cazador de focas en los estrechos canales del sur, ahí donde el territorio se dispersa como un espejo quebrado en mil fragmentos.
Es en estas desoladas regiones donde se ambienta la acción de sus relatos y donde el escritor crea la particular atmósfera de sus cuentos. No le pedimos a un escritor que nos cuente lo que ha visto, pero Coloane convierte este elemental hecho en su mejor arma al momento de narrar. La precisión de su prosa es producto de la propia vida, de sus correrías y aventuras en la región austral.
Los elementos esenciales de un buen cuento están dosificados con armonía, de forma clara y sencilla en la prosa de Coloane.
El latido, el pulso narrativo esta dado en sus relatos por la singular y estrecha relación que une al individuo con el majestuoso escenario de las regiones australes de Chile.
Obligado a luchar contra el inclemente y soberbio paisaje, el hombre se convierte en un gigante que debe agotar sus recursos para sobrevivir en medio de tanta soledad y las crueles condiciones a que obliga la vida en esos parajes.
No es casual entonces que en sus relatos pululen bandidos, cuatreros, inescrupulosos cazadores de focas, mercenarios europeos atraídos por el brillo del oro en los lavaderos de tierra del fuego, presidiarios sanguinarios escapados de Ushuaia; la cárcel mas cruel en el confín del mundo, mestizos e indios obligados a las peores faenas en las estancias magallánicas, esforzados pescadores desafiando día tras día uno de los mares mas turbulentos del planeta.
Pero Coloane no se queda en esto, crucial es en sus relatos la creación del clima.
El lugar donde respiran sus personajes esta descrito magistralmente, sin decorados ni distracciones de ningún tipo, con un equilibrio y claridad que son un ejercicio brillante de destreza narrativa, el escritor deja solo lo esencial para la comprensión del relato.
Tomemos este ejemplo de “Cinco marineros…”: “Las calles estaban nevadas y los marineros tuvieron que marchar con cuidado, pisando inseguros, lo que le daba un cierto vaivén a sus hombros y al ataúd, cuyo verde color hacia recordar un trozo de mar llevado en hombros de esos marineros”, solo basta esta frase resaltada para comprender de un plumazo la desolación y tristeza del momento descrito.
Es difícil resistirse a la lectura de sus cuentos, Coloane atrapa desde la primera línea.
“Entre ola y ola nuestro barco se recostaba como un animal herido en busca de una salida a través de ese horizonte de lomos movedizos y sombríos”.
Pero comenzar de manera tan eficiente obliga a mantener la tensión en el relato, y mucho mas a concluirlo de igual forma.
Un cuento no puede desmayar durante su proceso, cosa que la novela puede y debe permitirse.
Coloane ha sido llamado el Jack London chileno, quizás por la relación entre el hombre y su entorno, que también es una de las claves en la obra del escritor ingles.
Hay otro detalle que dota de esa belleza tan característica a los relatos del narrador austral, lo bellos nombres de esas regiones frías aportan resonancias misteriosas y secretas, nombres que evocan olvidadas gestas, rodeadas del halo de peligro y audacia que tanto atrae al lector de aventuras.
Nombres hermosos, estremecedores, enigmáticos (el seno de Ultima Esperanza, Puerto Consuelo, bahía Soberanía, Punta Calvario, Golfo de Penas, Puerto Edén, Islas Desertores, Isla Perpetua…) lugares donde solo habitan desertores y traficantes de pieles.
También están los extraños nombres de la jerga marinera, que abundan en sus relatos sin impedir la naturalidad de la narración, la descripción de los elementos marinos (Caña de timón, estar a la cuadra, esquife, eslora, pescantes, escandallo, amura de babor, singladuras, cofa, chalana…etc.) ayudan a dar el tono tan particular y ese sello inconfundible en su obra. Estos argumentos predisponen desde ya a la aventura de sumergirnos en sus libros, una invitación extendida con estas palabras resulta imperdible.
Se ha dicho que Coloane es de escritura fácil, que no es un “esteta”. Argumentos simples, sin asidero. Coloane es un esteta, y creo una estética tan original dentro de las letras chilenas que ya no será igualada. Sus relatos pertenecen a un mundo donde aun existían regiones inexploradas, un mundo habitado por la crueldad del hombre contra su entorno.
Su “escritura fácil” ha logrado crear imágenes tan perdurables en la mente de los jóvenes, que aun siguen provocando un ligero temblor en los que se atreven a iniciar la lectura de sus soberbios cuentos.
Coloane fue póstumamente reconocido en Europa, se le lleno de elogios y premios.
Después de una vida dedicada al arte de narrar la vida en la parte mas extrema y olvidada de nuestro país, de ser un luchador incansable de la dignidad del hombre, de quedarse en nuestro país en los oscuros días de Pinochet, liderando la lucha por los derechos humanos, de ser un sobreviviente a la nueva crueldad que se impuso esos días, su obra renace para los lectores del viejo mundo con la fuerza de una tempestad, el choque de dos océanos en el estrecho de Magallanes.
Una anécdota lo retrata de cuerpo entero.
En una entrevista para la televisión francesa poco antes de su muerte, pude ver al imponente escritor, con su alta figura barbuda, de capitán de navío ballenero, relatar con total tranquilidad la manera correcta de capar un corderito con los dientes. En gestos bastante gráficos el escritor explicaba al publico francés la técnica para cortar la membrana escrotal del animalito, evitando que este se desangre. Para luego beber ese liquido oscuro, aun tibio.
Me reí un buen rato de solo imaginar las expresiones de los franceses ante la escena.
Y me sentí orgulloso de saber que ese anciano de blancas barbas es nuestro, es chileno y uno de nuestros escritores mejor dotados.

Por Marcelo Escobar